La naturaleza del problema del origen de la vida va más allá de lo que razonablemente podemos esperar sea explicado por el avance de la biología. La búsqueda de un escenario cosmológico puramente especulativo como el que se nos propone nos es presentado por el propio autor nada menos que como una vía de salida o de escape (a way out) para no quedar atrapados en el imposible rompecabezas del origen de mecanismos biológicos que se necesitan y se justifican recíprocamente los unos a los otros (the chicken and egg problem). Como sabemos el problema del huevo y la gallina es un rompecabezas lógico que tiene, en el caso de la vida, dos aproximaciones paralelas pero distintas. Desde el punto de vista puramente experimental y mecanicista, hay un rompecabezas en la mutua dependencia existente entre los genes y las proteínas. Los genes contienen las instrucciones para la síntesis de las proteínas, pero al mismo tiempo, la transcripción de las secuencias genéticas solamente puede llevarse a cabo mediante la participación en el proceso de una maquinaria molecular construida a partir de dicha síntesis. Por otro lado, existe también un rompecabezas formal. El código genético supone una relación unívoca y arbitraria entre dos mundos inconexos (nucleótidos y aminoácidos) que consagra el carácter informacional de las secuencias lineales del genoma. Este código se transcribe de forma eficaz mediante el concurso de artefactos moleculares como el ARN de transferencia o las enzimas aminoacil sintetasas que cumplen funciones específicas de identificación y ejecución de las tareas que garantizan la integridad de dicho código genético. Pero al mismo tiempo dichas maquinaria molecular ha sido construida según las reglas del propio código del que son garantía. Un doble problema del huevo y la gallina que Koonin parece considerar imposible de resolver en términos estrictamente físico-dinámicos en un escenario naturalista clásico.
Es por ello que Koonin invoca la necesidad de una salida, de una alternativa que nos permita escapar de la encerrona a la que el conocimiento científico parece conducirnos. Quede claro, Koonin no invoca una insuficiente información ni se emplaza a descubrimientos futuros para resolver el problema. Por el contrario, y esto es lo importante por ser la opinión consolidada de un experto mundialmente reconocido en la materia, considera que nuestro conocimiento es suficientemente solvente como para postular que la descripción de una encerrona lógica y empírica es una fórmula adecuada y racionalmente consistente. Pero cabe preguntarse entonces, ¿de qué quiere Koonin escapar?, ¿de qué es preciso huir?
Si atendemos al artículo de Bruce L. Gordon en “The Nature of Nature” titulado “Ballons on a String” y referido a la teoría de cuerdas y la cosmología inflacionista, podemos atisbar qué es lo que está en juego. Gordon pone en boca del físico teórico Leonard Susskind (autor de “The Cosmic Landscape” sobre el principio antrópico y la teoría de cuerdas) lo siguiente:
Si, por razones, difíciles de prever, el horizonte (cosmológico) resultara inconsistente, quizás por razones matemáticas, o por que no se compadeciese con las observaciones… entonces, tal como están las cosas en la actualidad quedaríamos en una muy incómoda posición. Sin una explicación del “ajuste fino” de la Naturaleza nos resultaría difícil responder a los críticos proponentes del DI.
Y añade Gordon que si hacemos caso de Koonin (en relación al artículo de 2007 aquí mencionado) esta incapacidad para evitar el diseño inteligente arrastraría igualmente a las investigaciones sobre el origen de la vida si el multiverso inflacionario fracasase.
He aquí el peligro. De lo que hay que escapar es de la contundencia de los argumentos de diseño que la investigación en el campo de la biología no puede soslayar. Este planteamiento de Koonin o Susskind dice muchas cosas. Por ejemplo que las críticas consabidas de que los planteamientos del DI nacen de prejuicios religiosos o que pueden ser despachados con la consabida coletilla de que son meros argumentos desde la ignorancia y recursos irracionales al expediente del “Dios de los huecos” ya no se sostiene. Koonin, como Susskind, concede indirectamente que la inferencia de diseño es razonable y que nace como consecuencia del conocimiento científico más avanzado. Además, nos dice, la única manera de escapar a su supremacía es oponer la fantasiosa especulación de un multiverso que no responde a ninguna necesidad explicativa derivada de las observaciones y el registro experimental.
La solución al enigma del origen de la vida por lo tanto no está en la biología, no podemos esperarla del avance del conocimiento científico en el área que le es propia. La explicación naturalista solo puede sostenerse merced a una arbitraria justificación de naturaleza metafísica que se nos ofrece, sin ninguna garantía científica, como una argumentación filosófica que se deriva de un prejuicio materialista. En realidad la propuesta suena a una acción desesperada previa a una posible y futura rendición incondicional. Dos son sus debilidades. La primera la carencia absoluta de rigor científico de la propuesta ya que ni nace de observación alguna que requiera tal tipo de justificación, ni por supuesto puede plantearse como una propuesta falsable de acuerdo con los cánones más ortodoxos del método científico y el criterio de demarcación propio de las ciencias experimentales.
El fallo más significativo sin embargo es que postula que en un multiverso inflacionario cualquier cosa posible se convierte, por improbable que parezca, en un hecho inevitable. Por supuesto esta propuesta es una propuesta filosófica que lleva varias trampas asociadas. Una que convierte de manera gratuita nuestro observable finito Universo (y como consecuencia contingente) por arte de una mera especulación en un Universo infinito y por ende no contingente sino capaz de justificarse a sí mismo sin necesidad de remitirse a una causalidad ajena en la que encontrar una “razón de ser”. De un plumazo nos hemos cargado, sin justificación alguna, la dependencia ontológica en el ser del único Universo finito que conocemos. Otra, que nos quiere introducir de rondón el gazapo de que el problema del origen de la vida es simplemente un problema de improbabilidad, cuya dificultad sería de naturaleza similar a la improbabilidad de un ejército de monos tecleando sus respectivas máquinas de escribir a la búsqueda del hallazgo fortuito de un soneto de Shakespeare.
Nada más inexacto. Lo que caracteriza al enigma del origen de la vida no es su improbabilidad sino su dificultad lógica y su inconsistencia con relación al devenir ordinario de los fenómenos naturales. Y esto es algo que se entiende mucho mejor cuando se lee, por ejemplo, el extraordinario esfuerzo teórico desplegado por el Doctor David L. Abel en su libro ya comentado en estas páginas “The First Gene”. La abiogénesis no es un fenómeno improbable sino un fenómeno que no resulta plausible a la luz del conocimiento científico actual y de la dependencia del dinamismo físico-químico de la vida en relación al gobierno cibernético de naturaleza formal de los procesos de la vida. Koonin lo sabe y es precisamente eso lo que le mueve torticeramente a buscar la solución en una especulación fantasiosa y arbitraria como es la propuesta de los multiversos. Pero el desafío que hay que afrontar no es la improbabilidad del evento, sino la falta de adecuación causal de un entorno material inanimado sometido a las regularidades que conocemos como leyes físicas y la emergencia sorprendente de sistemas funcionales gobernados por una realidad formal, la información genética de carácter prescriptivo.
El propio Abel dedica un epígrafe en el Cap 11 de su libro a comentar la propuesta de los multiversos al señalar que el recurso a una cosmología de este tipo se va incrementando a medida de que la dificultad de explicar una generación espontánea de la vida va deviniendo más incontrovertible en un Universo finito. Y nos deja este párrafo demoledor (p. 318):
La noción de multiversos no tiene soporte observacional, menos aún observaciones repetidas. Carece de cualquier tipo de justificación empírica. No es verificable, no puede ser falsada. No puede hacer predicciones. Se trata de un constructo no parsimonioso que viola el principio de la navaja de Occam. Ninguna inferencia lógica parece sustentar la sólida creencia en ella más que la perceptible necesidad de racionalizar lo que sabemos es estadísticamente prohibitivo en el único Universo del que de hecho tenemos experiencia. Las fantasías en torno al multiverso tienden a constituir la puerta trasera de una salida de emergencia para cuando nuestro modelo se topa con obstáculos insuperables en el cosmos observable. Cuando ninguno de los hechos encaja en nuestro modelo, creamos interesadamente imaginarios universos adicionales que se acomodan mejor a él. Esto no es ciencia. La ciencia trata de la falsación en el seno del único Universo al que la ciencia puede referirse. La ciencia no puede caer en el misticismo, la ciega creencia o la superstición. El multiverso puede estar bien para modelos metafísicos teóricos. Pero no hay justificación alguna para incluir este “mundo de ensueño” en el seno de las ciencias de la física o la astronomía.
De la falta de consistencia de propuesta de los multiversos nos dejan constancia también estas palabras del reputado científico Steven Weinberg con las que cierra su artículo “Living in the Multiverse”:
En cuanto al multiverso, es apropiado mantener una mente abierta, y las opiniones entre los científicos varían ampliamente. En el aeropuerto de Austin camino a esta convención, encontré a la venta el número de Octubre de una revista titulada “Astronomía” en cuya portada se leía el siguiente titular: “Por qué vivimos en un Universo Múltiple”. Dentro encontré un reportaje sobre una discusión en una conferencia en Stanford en la que Martin Rees declaraba tener suficiente confianza en el multiverso como para apostar la vida de su perro por ello, mientras que Andrei Linde decía que apostaría su propia vida. Por lo que a mí respecta tengo suficiente confianza en el multiverso como para apostarme las vidas de Andrei Linde y del perro de Martin Rees
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