Uno de los escritos influyentes en la segunda mitad del siglo XX ha sido Jean Paul Sartre, novelista y escritor celebrado por varias generaciones. Sembró abundantemente la semilla del ateismo con su brillante literatura y aparente seriedad filosófica. Con tales instrumentos pareció a muchos intelectuales europeos y americanos que su critica a la religión era definitiva, como ha sucedido antes con otros autores, como con Nietzsche, que más han sido -en esta cuestión- retóricos estilistas que razonables pensadores. Afirmar con seguridad falsedades, aunque sea con una técnica literaria excelente, no es prueba de que sea evidente lo afirmado ni que se ajuste a la realidad. Como su teatro sigue siendo representado y es exponente ideológico de un sector -consciente o inconsciente- todavía importante de la sociedad actual, y sus tópicos, bajo distintos ropajes siguen «funcionando», no está de más el repaso de una páginas que le dedica Charles Moeller en el volumen II de su obra Literatura del siglo XX y cristianismo. Moeller analiza otros argumentos sobre los que Sartre «funda» su ateísmo. Aquí transcribimos la crítica de Moeller a una famosa cuestión que sigue inquietando a muchos que desconocen la verdadera enseñanza cristiana sobre Dios, el concepto de creación y de libertad humana.
LA NOCIÓN DE LA CREACIÓN EN JEAN PAUL SARTRE
Por Charles Moeller
En Literatura del siglo XX y cristianismo,
Ed. Gredos. Madrid
Para dar un respiro al lector, tomaré este argumento de la conferencia de vulgarización que Sartre ha difundido por todo el mundo. Hay que rechazar a Dios, porque su existencia descansa sobre el prejuicio del «creacionismo». Sartre se representa a Dios como «un artesano superior»: cualquiera que sea la doctrina que consideremos, ya se trate de una doctrina como la de Descartes o la doctrina de Leibniz, admitimos siempre que la voluntad sigue más o menos al entendimiento, o cuando menos lo acompaña, y que Dios, cuando crea, sabe exactamente lo que crea. Así, el concepto de hambre, en el espíritu de Dios es asimilado al concepto de plegadera en el espíritu del industrial; y Dios produce al hombre siguiendo unas técnicas y una concepción, exactamente como el artesano fabrica una plegadera siguiendo una definición y una técnica. Así el hombre individual realiza un cierto concepto que está en el entendimiento divino (EH, pp. 19,20).
Se diría que estamos soñando. El simplismo de estos argumentos de viajante del laicismo tiene algo que confunde. Por desgracia, vamos a volverlos a ver en Le Diable et le bon Dieu. Si Sartre es notable en las descripciones de la conducta sensible, lo es también en la misma medida en las pruebas realmente increíbles de su simplismo, cuando sobrepasa el dominio de la sensibilidad y pretende abordar problemas espirituales. Esta concepción de la creación supone que el hombre no puede tener un átomo de libertad, de iniciativa, como no la tiene la plegadera, que es enteramente pasiva en las manos del que lá fabrica y utiliza. Si se supone, escribe Sartre en L"être et le néant, que Dios ha dado el ser al mundo, el ser aparecerá siempre manchado con una cierta «pasividad». Por otra parte, ninguna subjetividad, aunque fuera divina, podría crear algo objetivo, sino sola mente una representación de la objetividad. Y aun cuando ello fuera posible, «en virtud de esa especie de fulguración de que habla Leibniz», el ser creado no puede afirmarse como ser «más que frente y contra su creador»: de lo contrario, lo creado no sería más que un ser «intrasubjetivo», fundido, mezclado a la subjetividad divina, enteramente pasivo. Y como, por hipótesis, hay que admitir la idea de una «creación continuada», lo creado perdería entonces toda independencia, toda consistencia, toda «Selbständig keit» (EN, pp. 31,32).
ACTIVIDAD TÉCNICA Y ACTIVIDAD CREADORA
¿Será preciso recordar que la creación del hombre no se puede asimilar a la fabricación de una plegadera? La misma plegadera, ideada por el ingeniero, es creada en el ser por Dios, como el conjunto de la realidad. El acto creador no es el de un artesano; la creación no es una técnica: ahí está la espantosa simplificación sartriana; el filósofo es aquí testigo de un sesgo peligroso del espíritu contemporáneo, que consiste en reducirlo todo a técnicas utilitarias. Si la creación del mundo material no es una técnica, mucho menos todavía lo será la del hombre: Dios crea al hombre libre le hace libre, crea la libertad en él. La actividad de creación no es «un hacer» artesano, sino una comunicación del ser, por amor; es don de sí; es voluntad de hacer que otros seres participen del SER. Cuando se trata del hombre, la creación significa el designio de hacerle participar de la naturaleza divina, entre otras cosas, por medio de la libertad. Cualquier aprendiz de filosofía sabe que tal es la idea tomista y cristiana de la creación: si Sartre se proponía rechazarla, debería haberla refutado comenzando por distinguir entre la actividad técnica y la actividad creadora.
También aquí basta con pensar en la paternidad humana para desvelar el sofisma sartriano. Quien engendrase un hijo con la idea de hacer de él una cosa pasiva, una prolongación inerte de sÍ mismo, no merecería el nombre de padre. El padre sabe bien, cuando trae un hijo a la existencia, que colabora a la aparición de una libertad nueva, la cual podrá oponerse a su propia libertad, pero de la que espera que, en el seno de la autonomía, asumirá libremente amar a quien le ha engendrado. Dios no quiere prosternamientos serviles, decía Péguy. Tampoco los padres humanos. También aquí, por desgracia, las teorías modernas sobre las «técnicas sexuales» bordean el peligro de hacer pasar el nacimiento de un niño por una «técnica de un género especial», pero, al fin y al cabo, una técnica. Sartre no penetra en el misterio del amor, ya que escribe que «el niño es una cosa vomitada» al mundo. Al limitarse, una vez más, a lo sensible, no podía menos de reducir la creación a una actividad técnica utilitaria. Le resulta entonces un juego fácil acabar con tal caricatura.
LA MIRADA «MEDUSEA»
Un ejemplo sacado del segundo tomo de Les chemins de la liberté, mostrará cómo se representa Sartre las relaciones entre el
hombre y Dios. Daniel es un «seguidor» de Corydon; y lo sabe. En lugar de asumir libremente lo que es, prefiere no encararse consigo mismo; encuentra más cómodo exonerarse de su responsabilidad. Entonces se vuelve hacia Dios; se imagina «una mirada que le mira» (pensemos en «la mirada medusea»). Dios es «un ojo que le mira»; bajo la fijeza de esta mirada, Daniel se siente devenir «una cosa», un «en-sí», un objeto; bajo esta mirada se ve enteramente identificado con su vicio, pues Dios dice que Daniel «ES» un descarriado. En el mismo momento, explica Sartre, Daniel se ve liberado y exonerado de la responsabilidad de su vicio: convertido en «cosa» bajo la mirada del «otro» (Dios), deja de ser responsable de ser un extraviado, como tampoco la mesa es responsable de ser una mesa bajo la mirada del hombre. Liberado de sí mismo, Daniel escribe a Mathieu para comunicarle su «conversión».
Inútil negar que muy frecuentemente tal es la manera que tenemos de comportarnos: cuando decimos a un amigo: «Qué quieres que haga; soy así, hay que tomarme como soy», lo que hacemos es tratar de reducir nuestras debilidades a una fatalidad que no seríamos nosotros, que nos sería como algo externo. He ahí un ejemplo de mala fe, y por desgracia, muy frecuente. Pero si tal comportamiento es posible y hasta frecuente en la comedia humana, ¿a quién se le hará creer que la actitud de Daniel en presencia de Dios no es otra cosa más que una caricatura abominable del arrepentimiento cristiano?
Cuando el hombre se vuelve hacia Dios desde el seno de su pecado, la mirada que encuentra no es esa «mirada medusea» que le petrifica y le libera vergonzosamente de su responsabilidad. Sartre blasfema cuando da a entender que Daniel va a convertirse a la fe cristiana. Ningún cristiano admitirá que el arrepentirse de una falta, bajo la mirada de Dios, equivale a tratar de descargarse del peso de esta falta diciendo a Dios: «Ya ves, soy así; no soy responsable.» Podemos intentar engañar así a los otros hombres; pero hasta el creyente más tibio sabe bien que la «mirada de Dios» es una mirada de amor; lejos de dejarnos clavados, petrificados, es una llamada, un lancetazo, que penetra hasta la juntura del alma y del espíritu, para devolvernos el sentimiento de nuestra responsabilidad, para despertar en nosotros una libertad muerta en el pecado.
¿HA LEÍDO ALGÚN TEXTO DEL EVANGELIO?
Sartre dirá sin duda que el arrepentimiento religioso es una ilusión biológica. Pero la descripción fenomenológica de este sentimiento va en una dirección diametralmente opuesta a lo que Sartre pretende hacer de ella; Sartre carece de toda antena que le permita adivinar lo que es la vida religiosa auténtica; se diría que jamás ha leído un solo texto evangélico, un solo libro de mística; se diría que nunca ha oído el grito del pecador que se vuelve a Dios y se siente responsable ante Él, al mismo tiempo que misteriosamente confortado por Él.
Este ejemplo arroja una claridad brutal sobre la idea completamente imaginativa que se hace Sartre de la creación: la experiencia de Daniel no es más que la concretización de una teoría filosófica. Carece de valor. Si crear vale tanto como fabricar, el hombre no tiene sino dejarse «utilizar» por su fabricante. Encontramos aquí el mismo paralogismo señalado ya a propósito de Camus; desgraciadamente está en el ambiente y podrá expresarse bastante bien de la manera siguiente: o bien todo viene de Dios, y entonces nada viene del hombre; o bien nada viene de Dios y, en ese caso, todo viene del hombre. En esta segunda hipótesis, si el hombre tiene alguna dignidad, algún sentido de la libertad, y ello es necesario en nuestros tiempos de dictadura y de conformismo democrático, se dirá que su dignidad humana comienza con la «muerte de Dios». He aquí por qué, ya que Dios no existe ni puede existir, bajo pena de poner en peligro la dignidad del hombre, el comportamiento religioso de los cristianos parecerá a Sartre como forzosamente manchado de pasividad, de cobardía, de conformismo, de espíritu de seriedad. Los cristianos, al igual que los niños, si son lógicos con su fe, no pueden menos de ser farsantes.
¿Será preciso repetir que, si Dios crea, quiere «que la sustancia sea, que sea activa y que alcance su término»? ¿Será necesario recordar que la realidad de Dios es necesaria para fundar eI sentido «último» de la realidad, pero que el mundo creado tiene en sí mismo una cierta consistencia, que no es pura apariencia, juego de ilusión, fantasmagoría predeterminada por un déspota invisible? ¿Es necesario recordar que precisamente de esta su consistencia es de donde la criatura saca la fuerza para rebelarse contra Dios, que Dios acepta que la criatura utilice esta su libertad, que Él mismo le ha dado, para volverse contra Él, para ser «dios sin dioses»? ¿Será preciso, en fin, volver sobre esta evidencia elemental, que Dios nos pide que roguemos y trabajemos, ora et labora?.
SARTRE NO COMPRENDE NADA DEL MISTERIO DEL AMOR
Cuando uno se ha limitado a lo sensible, se cierra también al misterio del amor; no comprende nada del misterio de la «participación» de lo contingente en lo transcendente. Entonces no es posible ya ver en el mundo más que la pasividad vergonzosa de esclavos serviles ante un Dios déspota, o la orgullosa suficiencia de un ser que se pretende sin padre y sin madre. Nos daremos todavía más perfecta cuenta de ello, analizando brevemente - el tercer argumento sobre el que Sartre pretende fundar su ateísmo.
CONTRADICCIÓN ENTRE LA LIBERTAD Y LA EXISTENCIA DE DIOS
Este tercer aspecto del ateísmo sartriano está implicado en los dos precedentes. Pero Sartre deduce de él consecuencias tan importantes que es preciso dedicarle algunas consideraciones en un párrafo especial.
El ateísmo es, en Sartre, el fundamento de su concepción de la libertad: puesto que no existen valores «inscritos en un cielo metafísico», ni «naturaleza humana» concebida por un Dios, el hombre está totalmente entregado, abandonado a sí mismo: debe elegir continuamente y crear valores. Al contrario, de existir Dios, la existencia de los valores objetivos dispensaría al hombre de la responsabilidad de la elección. El hombre podría «apoyarse» en la cómoda almohada de las certezas dadas; nunca más conocería la "preocupación», que es la característica del hombre «libre» (EN, 721,722).
El argumento es sólo una variante del anterior; se limita a insistir sobre el pretendido conformismo cobarde que caracterizaría al creyente. Bastará recordar que la gracia de Dios no nos alcanza como una invitación a someternos con un conformismo fácil. Penetra en nosotros como una lanceta, nos impide dormirnos, nos obliga a una vigilancia siempre alerta; el cristiano es el vigilante de la «noche de Pascua», noche durante la cual no está permitido dormir, pues hay que «espiar el paso del Señor».
Esta vigilancia siempre en vela no se basa en no sé qué clase de canonización de la inquietud por sí misma, sino en la realidad de Dios que nos llama, y del que nunca nos sentimos más lejos que cuando intentamos acercarnos a él. Basta recordar la vida de los santos, sus angustias, sus noches de los sentidos y del espíritu, la nube luminosa que les rodea cuando se acercan a la unión
divina; Gregorio de Nisa habla, por ejemplo, de la «epectasis», esto es, de una salida indefinida de sí hacia el abismo insondable de Dios.
Al contrario, inversamente a lo que con demasiada facilidad se piensa en los medios cristianos, el incrédulo no es necesariamente un hombre torturado por las preocupaciones y las angustias; Sartre es un claro ejemplo de ello. Con harta frecuencia la conversión hace pasar a un ateo de un mundo aparentemente equilibrado a un universo en el que se descubre arrancado a sí mismo. El velo de Verónica, de Gertrud von le Fort, muestra bien lo que digo, en el contraste entre la abuela, que muere serenamente contemplando el Panteón, y la tía de la heroína, que, siendo cristiana, conoce los espantos de una purificación dolorosa.
Con demasiada frecuencia rebajamos nuestras creencias al nivel de fáciles y confortables recetas, al cálculo minucioso de nuestras méritos, a este odioso balance de nuestros pecados y de nuestras virtudes, a ese oscuro «ni bien ni mal» de la vida religiosa adormecida. Pero un escritor debe juzgar de una religión por sus representantes más eminentes, los santos y los místicos. Se podrá decir, evidentemente, que sus experiencias son «ilusiones biológicas» ; se pretenderá reducirlas a fenómenos de subconsciente y de inconsciente; pero, si se es leal, habrá que comenzar por describirlas tales cuales son y no, como hace Sartre, por basarlas en una caricatura.
El autor de L"être et le néant da pruebas, por otra parte, de una asombrosa ignorancia en lo que se refiere a la realidad cristiana; escribe, sin pestañear, que «la experiencia mística no es una experiencia privilegiada», como si ignorase la suma de ascesis y de renunciamiento que supone de hecho: ¿se puede pensar que una experiencia que se funda sobre tales renunciamientos no tenga nada original que enseñarnos, que sea exactamente del mismo orden que la de un hombre sensual, por ejemplo? Hay que decirlo: Sartre borra de un plumazo veinte siglos de historia cristiana, sin una investigación seria, y sí sólo en virtud de una opción previa en favor del «racionalismo materialista» o, si se prefiere según Gilbert Varet, del «empirismo dialéctico».
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