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Las falaces reconstrucciones antropológicas y paleontológicas I


«En el momento en que queremos dejar de creer en cualquier cosa en la que hemos creído hasta ahora, no solo descubrimos que hay muchas objeciones a la misma, sino también que estas objeciones nos han estado mirando cara a cara todo el tiempo.»

 — George Bernard Shaw



Introducción


Este artículo presenta un planteamiento casi enteramente negativo, pero sirve para exponer cuán poca validez tienen tantas reconstrucciones temerarias que pretenden ilustrar la evolución en libros y otros medios de amplia difusión.

 


Capítulo 1

Como empezó todo ...
E
N UNA UNIVERSIDAD, aunque el espíritu de rivalidad entre disciplinas no es tan manifiesto como en el mundo de los negocios, hay sin embargo una cierta competitividad. La cantidad de dinero presupuestada para cada departamento está naturalmente relacionada con el número de estudiantes matriculados en los cursos que ofrece, de modo que hay una cierta rivalidad en la cuestión de atraer estudiantes. Naturalmente, las universidades muy grandes, o las muy ricas, no tienen que preocuparse demasiado cuando las clases son muy minoritarias. Cuando estuve estudiando cuneiforme en la Universidad de Toronto, éramos solo tres estudiantes; sin embargo, para aquel tiempo era probablemente la clase más numerosa de esta disciplina en todo el mundo. La universidad se podía permitir mantenerla por cuestión de prestigio, si no por otra razón.
En el caso de una gran proporción de estudiantes, el factor que decide en qué cursos van a matricularse es el del interés público del momento. Y por interés yo incluiría también lo que se podría designar como «demanda del mercado», lo que, naturalmente, constituye un reflejo del interés del público. De modo que en aquellos círculos académicos en los que la materia estudiada carece de ventajas de importancia práctica inmediata, hay una tendencia tratar de suscitar el interés público mediante métodos que no son siempre estrictamente académicos. La antropología ha sido, me parece, uno de los principales ofensores a este respecto, cediendo demasiadas veces a la tentación de atraer la atención haciendo publicidad con formas más de entretenimiento que de conocimiento. Como ilustración de lo que quiero decir con ello, tenemos un buen ejemplo en la cubierta que se reproduce en la Figura 1. El público en general puede sentirse divertido, pero yo abrigo mis dudas sobre si las impresiones que reciben guardan alguna relación con los datos básicos sobre los que se realizó esta reconstrucción.

Reconstrucciones y fealdad

Fig. 1



Algunas disciplinas, como la psicología, siempre han tenido un gran atractivo, y no es demasiado difícil conseguir estudiantes o un editor incluso para publicar observaciones de lo más anodino. La astronomía atrae debido a que las magnitudes mismas que maneja dan alas a la imaginación. Las ciencias aplicadas se abren camino con facilidad, siendo sus mayores atractivos la novedad o los beneficios prácticos que ofrecen. Pero por la razón que fuere, la antropología se ha sentido siempre tentada a resaltar, un poco al menos, los aspectos grotescos de su temario a fin de conseguir darse a conocer. Así fue en particular al principio, digamos que hace cien años; pero desafortunadamente la situación no ha cambiado. Una de las mejores formas para presentar un tema, bien a una clase de estudiantes, o al público en general, es mediante el método conocido como histórico, en el que se siguen las complejidades siguiendo su supuesto curso de desarrollo a través de las etapas más simples —así como se podría explorar la complejidad de la conducta humana adulta siguiéndola desde las etapas de desarrollo infantil. Por alguna razón, en tanto que la mayor parte de las otras secuencias comienzan con lo simple y proceden a lo complejo, la antropología parece inclinarse a un planteamiento de comenzar con lo feo para ir a lo refinado, con la suposición de que en el proceso histórico de desarrollo, las «primeras cosas» (incluso las caras) han de ser feas. En cualquier secuencia de ilustraciones, los antecesores de los hombres siempre se suponen tanto más feos cuanto más antiguos. Esto es todo presuntivo, porque el primer hombre no tenía por qué ser feo en absoluto. Pero una vez se ha establecido esta suposición evolucionista, resulta validada en sí misma por la simple razón de que a partir de entonces los fósiles se disponen en unas secuencias pensadas para demostrarla. En base a este principio, un niño que no supiera nada de la historia humana podría poner en orden «correcto» las reconstrucciones, esto es, los dibujos o modelos de los supuestos antecesores de los hombres. Solo le tendrían que decir que los más feos eran los más antiguos —y el resto se le dejaría a él. Esto puede parecer una simplificación absurda por su exceso, o un planteamiento falso, y puede que sea una exageración. Sin embargo, como expondremos, los antropólogos mismos, antiguos y modernos, parecen gozar reforzando esta filosofía fundamental de esta manera, no debido a que los hechos la justifiquen, sino debido a que el público lo espera: y esta es una de las formas favoritas de conseguir notoriedad —o, en términos más eruditos, «reconocimiento». ¡La reputación de alguien queda «establecida» si puede encontrar algún fragmento en base al que crear un antecesor muy antiguo (y feo)!
La antropología vivió su primer gran oleada de popularidad con el repentino surgir de volumen tras volumen dedicado a las curiosas costumbres de los salvajes. Cuando se llegó al consenso de que estos «salvajes» representaban un estadio necesario de la historia humana antes que el hombre alcanzase su presente condición civilizada, fue inevitable que el proceso se extendiera hacia atrás y que aquellos representantes de la raza humana que se encontraban en la misma relación cronológica con los primitivos que los primitivos con nosotros, se considerasen como totalmente brutales y privados de cultura en comparación con las civilizaciones indígenas, tal como se consideraba a las civilizaciones indígenas respecto al civilizado europeo. Así, no importa cuán erguidos y nobles fuesen en realidad nuestros primeros padres, era absolutamente esencial presentarlos como cualquier cosa menos nobles y erguidos. Desde luego, si se hubiera exhumado a Adán y Eva con la apariencia que creemos que deben haber tenido tal como salieron de las manos de Dios, con toda certidumbre se les habría rechazado como fraudes. Y esto no es una exageración. Se ha exhumado una buena cantidad de cráneos de morfología moderna procedentes de estratos que demostraban que se trataban de predecesores distantes, y virtualmente sin excepción se han rechazado con uno u otro pretexto y «eliminados del registro».
Así, volviendo a los primeros tiempos de la antropología, encontramos el inicio de los museos, que adoptaron un aire como el de Madame Tussaud, donde se invitaba a un público cansado de maravillas a gozar del dudoso estímulo de contemplar a sus supuestos antepasados cuya principal gloria era su apariencia bestial. Hasta los animales tienen una cierta belleza. Pero estos pretendidos antepasados no tienen ninguna. La más ligera excusa era buena para crear un eslabón perdido a partir de algún diminuto fragmento de dudosa identidad; incluso antes de la publicación de El Origen de las Especies, P. T. Barnum[1] estaba invitando al público a contemplar su colección de curiosidades, incluyendo algunos genuinos «primitivos» y otros artículos fósiles diversos. En 1842 la Exposición del Circo de Barnum fue la base, en combinación con los Museos de Scudder y Peele, del Museo Americano de Nueva York, animado con espectáculos grotescos y diversión en vivo. Se dice que una vez le contaron un chiste de mal gusto a la Reina Victoria, y que ella respondió con un contundente «Esto no nos divierte». Pero, a diferencia de la Reina Victoria, la gente de su tiempo se sentía enormemente «divertida» por estas exhibiciones antropológicas, y solo en años recientes los museos han comenzado a bajar el tono de algunas de sus reconstrucciones más espectaculares de los supuestos antecesores del hombre.
A. E. Hooten, en uno de sus muchos informativos y entretenidos volúmenes, contaba la historia de un cierto clérigo que ridiculizó el Salón del Hombre en Nueva York, en el que se habían alineado muchas de estas reconstrucciones para que surtiesen el deseado efecto. Observó cómo Henry Fairfield Osborne, que era su director, negaba la acusación de que esto no era ciencia; Osborne concluía un artículo en un diario diciendo triunfalmente: «El Salón del Hombre sigue en pie». Al siguiente día, el clérigo, en su réplica, concluía con estas palabras: «El Salón del Hombre sigue distorsionado». Hooten observa:[2]
«Hay la suficiente verdad en este aserto para que tenga filo. Algunas exhibiciones y reconstrucciones evolucionistas de hombres extintos se han realizado con una elaboración de detalles y una presuposición de omnisciencia que no se justifican con los datos científicos a mano. Es absolutamente imposible inferir a partir del cráneo humano los detalles morfológicos de los ojos, de los oídos, la forma de la nariz, los labios, la forma y distribución del cabello, y el color de la piel, del cabello y de los ojos. De modo que creo que el obispo pudo reír el último porque los científicos se habían excedido y habían ido más allá de la evidencia de la que disponían.»
Hooten fue conocido siempre por la agudeza de su ingenio y creo que debió ejercer una influencia muy sana en su tiempo, pero evidentemente sus palabras no fueron tomadas muy en serio, porque la realización de estas reconstrucciones ha continuado a todo ritmo. Lo anterior se escribió en 1937, pero diez años antes de esto, Hooten se había referido a otro asombroso ejemplo de absurdo con estas palabras:[3]
«Un conocido paleontólogo latinoamericano investigó las formaciones de las Pampas hasta tal punto que logró que un mono fósil evolucionase a un Homunculus patagonicus, ¡y creó en base a un hueso atlas de un indio y el fémur de un gato fósil al antecesor común de todos los hombres actuales!»
Quizá un ejemplo clásico de esta clase de reconstrucción falaz gira en torno a la aparición y desaparición del Hesperopithecus. En 1922 se encontró un molar solitario en un depósito del Plioceno en Nebraska. El Profesor Osborn lo describió como perteneciente a un tipo primitivo de pitecantropoide, y lo designó como Hesperopithecus. Al mismo tiempo el eminente Elliott Smith en Inglaterra indujo a la revista Illustrated London News[4] a publicar una reconstrucción a doble página del señor y la señora Hesperopithecus —todo en base a la evidencia de este pequeño diente. Posteriormente se estableció que el diente pertenecía a un pecarí, y el Hesperopithecus desapareció de la escena. Sin embargo, en la 14 edición de la Encyclopedia Britannica fue necesario hacer alguna referencia al hecho de que este espécimen había desaparecido, debido a que la edición anterior había presentado al Hesperopithecus con todos los honores. Pero se ocultó la terrible verdad en todo lo posible al comunicar tan solo que el diente resultó pertenecer a «un ser de otro orden», que es otra forma de decir «un cerdo salvaje».
De modo que fue un gran día en los anales de la antropología evolucionista cuando, en 1857, un doctor Fuhlrott encontró cerca de Dusseldorf un cráneo fósil en un lugar que desde entonces ha sido conocido universalmente como la Cueva de Neanderthal. Este cráneo era precisamente lo que querían los evolucionistas, porque se prestaba a reconstrucciones que darían satisfacción, en términos de fealdad, hasta a los espectadores más exigentes. Las reconstrucciones que se han hecho de este tan vituperado caballero son legión, y son una más clara demostración del efecto estimulante de la imaginación que de la objetividad científica. Porque la realidad es que el Hombre de Neanderthal había padecido de osteoartritis crónica,[5] una dolencia que le había forzado a adoptar una postura encorvada, lo que invitaba a la comparación con la andadura de un simio, cuando, de hecho, no tenía nada que ver en absoluto con los mismos.
En 1940, en una serie de publicaciones conocida como University of Knowledge Series, publicada en colaboración con diversas eminentes autoridades en diversos campos, aparece un volumen titulado: «The Story of Primitive Man [La historia del hombre primitivo]», una obra conjunta de Mabel Cole y el Profesor Fay-Cooper del Departamento de Antropología en la Universidad de Chicago. En la cubierta aparece una reconstrucción del Hombre de Neanderthal con la cabeza proyectada hacia adelante y prácticamente sin cuello (un rasgo peculiar de los simios). Este mismo caballero, con su condición simiesca más acentuada, si era posible, aparece blandiendo un garrote en el frontispicio en la página xii. En la página 40 aparece un primer plano que da al lector una imagen aun más clara de este idiota de mirada vacía (véase Fig. 2A), mientras que en la página opuesta tenemos a su familia, incluyendo a un niño de unos 8 a 10 años de edad que parece todavía más encorvado que sus mayores.

         
Reconstrucción Neanderthal antigua

Fig. 2A. La anterior exhibición del Hombre de Neanderthal en el Museo Field de Historia Natural de Chicago, donde se le mostraba como un ser encorvado, simiesco y brutal de mirada idiota. Véase Figura 2B.



Fig. 2B. El Hombre de Neanderthal como aparece ahora en el Museo Field de Historia Natural. Hasta recientemente, la exhibición (véase Fig. 2A) presentaba al Neanderthal como un hombre encorvado —con su mujer e hijo igualmente encorvados. Actualmente, en cambio, esta exhibición lo presenta erguido y no encorvado, por las razones que el autor expresa en este artículo. Fotos usadas con permiso del Museo Field de Historia Natural, Chicago.

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