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Evolución: Incógnitas de la evolución biológica



 

 

En 1.859 Charles Darwin daba a conocer a través de su libro “El Origen de las Especies” el mecanismo de la evolución, basado en una selección natural producto de una serie de cambios genéticos que favorecerían a las especies más fuertes y adaptadas para sobrevivir en el medio y que condenaba a la extinción a las más débiles. Para todo este proceso Darwin justificaba estos saltos o cambios evolutivos como un producto del azar, y desarrollados muy gradualmente a lo largo de grandes periodos de tiempo, de una forma muy discreta, y estableciendo una serie de eslabones de un paso a otro.


Este mecanismo biológico descrito por Darwin sería, pues, el responsable de la aparición del hombre y del resto de las especies actuales. De forma independiente y casi paralelamente en el tiempo, Alfred Russell Wallace también publicó sus teorías sobre la selección natural de las especies, discrepando con Darwin respecto a que la hipótesis planteada por Darwin no podía explicar por sí sola las facultadas humanas y, menos aún, resumirlo a un producto del azar, como sería el caso de la inteligencia. Por otro lado, quedaban cuestiones tan importantes como la existencia del alma humana, un problema de fe para muchos y filosófico para otros.

 Pero para los darwinistas de entonces, como para los de ahora,  la evolución tenía y tiene un amplio sentido “naturalista” porque creen firmemente que la ciencia entiende el Universo como un sistema cerrado de causas y efectos materiales, que nunca pueden verse afectados por nada extraño a la Naturaleza (Dios, sin ir más lejos). Al principio una gran explosión de materia creó el Cosmos y la evolución “naturalista” se encargó de realizar todo lo que vino después, dando una vez más al azar un papel determinante. Nunca jamás hubo ningún plan o propósito inteligente que guiara la evolución. Si existe la inteligencia, tal como llegó a discrepar Wallace, es sólo porque ella ha evolucionado por sí misma a partir de procesos materialistas sin propósito.

 Por tanto, en esta obra en la que se excluye un plan inteligente o un propósito, sólo puede quedar la casualidad, el azar en definitiva. Wallace pensaba que la selección natural podía explicar muchas cosas, pero no que pudiera crear algo que no estuviera ya en existencia. Después de todo, a los creacionistas no les hace falta nada más que un solo milagro de Dios para explicar el misterio de la evolución. Por el contrario, a los darwinistas para explicar el mismo misterio les hacen falta miles de milagros continua e ininterrumpidamente desde el “Big-Bang” hasta el día de hoy, y además sin autor.

¿Cabría pensar, por ejemplo, que sólo la ley de la casualidad podría regir un fenómeno de duplicación aparentemente tan milagroso como el que se presenta en el caso de la herencia genética humana?

 Repasemos un momento, muy por encima, que en nuestro proceso de reproducción intervienen una célula hembra llamada óvulo y otra macho llamada espermatozoide; que una vez unidas empiezan un desarrollo rapidísimo que conduce al hombre en el momento del nacimiento a elevar a unos doscientos mil millones el número de células, y a que también rápidamente, desde ese mismo instante, van a ir muriendo continuamente  células, para dar paso a otras nuevas, con el consiguiente paso de un individuo completamente “nuevo” al cabo de un cierto tiempo.

Ni la célula espermatozoide ni la célula óvulo contienen plenamente la totalidad del patrimonio genético del individuo. Las células reproductoras humanas sólo tienen 23 cromosomas, y de esta forma la fecundación sólo da origen a una célula normal dispuesta a empezar la división o mitosis y, seguidamente, la proliferación. El niño recibe de su madre la mitad de sus genes solamente y de su padre la otra mitad, no pudiéndose dar en  ningún caso que el niño sea la copia o el duplicado de sus padres, reduciéndose el potencial genético familiar a la mitad en cada generación.

De estos 23 pares de cromosomas, sólo la mitad va a suministrar los gametos o células reproductoras; luego es el apareamiento de dos veces 23 cromosomas (hasta alcanzar los 46) el que creará la nueva célula. Si tomamos como cifra media la de 100.000 genes por célula no reproductora, hay una transmisión de 50.000 genes, lo que implica que teóricamente, una pareja puede engendrar setenta trillones de hijos diferentes. Por consiguiente, la probabilidad de que cada uno fuese lo que es, no es muy grande en su origen. Pero ni Darwin ni Wallace conocían por aquellas fechas los trabajos que Mendel llevaba a cabo sobre la herencia de los caracteres genéticos.

Los darwinistas han tenido que retocar algunos de sus postulados iniciales introduciendo nuevos elementos que suavicen de alguna manera los procesos de la selección natural, refiriéndose para ello a procesos de microevolución y macroevolución, para poder así explicar saltos evolutivos que se contradicen inicialmente con los lentos procesos que detalló el propio Darwin en su momento, por lo que, allá donde es insostenible la aparición de una nueva especie por falta material de tiempo para su desarrollo, se aplican estas teóricas macroevoluciones caracterizadas de grandes mutaciones genéticas, capaces de dar una no menos también teórica respuesta, pero que tropiezan una y otra vez ante la posibilidad de poder explicar si estos procesos, una vez más basados en el azar, pueden o no encajar con el conjunto de fenómenos asociados a la evolución biológica.

La selección natural es un mecanismo incompleto que trata de explicar la desaparición de unas especies y la evolución de otras, pero que necesita del azar, que al fin y al cabo es la ausencia de causas y efectos, asociado a la imposibilidad real de demostrar de manera irrefutable por qué aparece o se extingue una especie. El darwinismo dispone de unos pocos fósiles, la observación de algunos seres vivos y la hipótesis de una similitud entre ellos, estableciendo una serie de cambios hasta ahora no confirmados y que denomina eslabones.
¿Por qué motivo el Homo Sapiens ha desarrollado unos conocimientos y una inteligencia durante los últimos seis millones de años mientras “sus primos” (según Darwin) los monos se han quedado “estancados” evolutivamente?

 Esta pregunta continúa estando lejos de poder ser contestada a pesar de la legión de hipótesis planteadas por los evolucionistas a lo largo de las últimas décadas. Entre estas hipótesis podríamos destacar la que hace referencia a que nuestros antepasados tuvieron “el acierto” de caminar erguidos (bipedestación), con lo cual al dejar libres los brazos, pudieron usarlos para utilizar herramientas, acelerando su aprendizaje por medio de un sistema retroactivo que estimuló el desarrollo mental.

En un principio no se puede negar que es una hipótesis razonada y con mucha lógica, pero a poco que uno observe un poco la naturaleza o sea un “bicho raro” y le guste ver los documentales de naturaleza que emiten las distintas televisiones, comprobará cómo los chimpancés cascan frutos secos con piedras e introducen pequeños palos en los orificios de los termiteros para rebañar su interior y así poder extraer las termitas y darse un delicioso festín con ellas. También hemos podido observar a la nutria de mar partir crustáceos sobre su abdomen con una piedra o a distintas aves romper huevos ajenos arrojando sobre ellos piedras con su pico y poder devorar su interior.

 Lo mismo sucede con la hipótesis por la que el cerebro de los primeros homínidos se desarrolló más rápido al comenzar a consumir carnes animales procedentes del carroñeo, aportando una dieta rica en proteínas capaz de aumentar el volumen del cerebro, dando así un primer paso para acceder a la inteligencia tal y como la entendemos, pudiendo desarrollar una primitiva tecnología, como serían herramientas de piedra, para emplearlas en descuartizar mejor los animales, lo que a la vez les aportaría más carne. Algo así como “la rueda de la inteligencia retroactiva”.

 Respecto a esta hipótesis, la primera pregunta que tendríamos que hacerles a quienes la sostienen es, ¿no saben ustedes que los chimpancés también comen carne? Y es que por esta regla de tres, que a mayor consumo de carne mayor inteligencia, lo raro es que los leones o las hienas, por poner sólo dos ejemplos, no lean  el New York Times cada mañana o conduzcan un BMW hace ya varios años.

Además, ¿está garantizado que a mayor volumen de cerebro mayor inteligencia y por tanto mayor capacidad de supervivencia? Nos hacemos esta pregunta porque, volviendo otra vez a utilizar la misma regla de tres, tendría que haber sido el hombre de Neardenthal y no el de Cromagnon el que hubiese salido adelante en la carrera por la supervivencia, al tener el primero mayor capacidad craneal. Es más, algunos restos fósiles humanos del mesolítico (en torno a unos 10.000 años) presentan una media de encefalización de 1.593 cc los varones y 1.502 cc las hembras; en cambio los hombres actuales tienen un promedio de 1.436 cc y las mujeres 1.241 cc, es decir, se ha ido de más a menos, no de menos a más como algunos quieren hacernos creer. Y por cierto, fijándonos en estos mismos datos, a ver quién es el valiente que se atreve a decir que, el cráneo del hombre al ser más grande que el de la mujer hace a éste más evolucionado y por tanto más inteligente que la mujer. Vamos, a mí ni se me ocurre, si es que quiero seguir evolucionando, en perfecto estado de salud se entiende.

 Bromas aparte, el “afarensis” tenía una capacidad craneal de unos 500 cc y el “habilis” de unos 700 cc, y ¡ojo!, damas y caballeros, sin que en ningún momento nadie pueda certificar que el segundo evolucionó a partir del primero en los dos millones de años que les separan. Hace un millón y medio de años el “homo erectus” presentaba una capacidad craneal entre los 900 y los 1.000 cc. Después de sobrevivir entre un millón doscientos mil y un millón trescientos mil años sin ningún cambio visible, y tras propagarse de África a Europa, China y Australasia, el “homo erectus” empieza a declinar hasta su practica extinción…, excepto uno de ellos, que por la magia del “birli-birloque” o más bien para que encajen las hipótesis de los evolucionistas,  éste sufrió una mutación (macroevolución) que incrementó la capacidad craneal nada más y nada menos que de 950 cc a 1.450 cc, contradiciendo incluso todas las leyes conocidas de la evolución, dando paso al que los paleoantropólogos señalan como sin duda “el más claro antecesor nuestro”.

La primera idea que nos viene a la cabeza cuando tratamos de pensar en los orígenes del ser humano, eso sí, siempre y cuando no seamos “creacionistas”(es decir, que creamos firmemente en la “creación” del ser humano por voluntad divina tal y como nos narra el Libro del Génesis o cualquier otro libro sagrado sea de la religión que sea) será la de asociarnos con algún antecesor de rasgos simiescos como los de un chimpancé, orangután o gorila. En principio esto no tendría que tener mucho fundamento, básicamente porque estos antropoides tan simpáticos son de la familia de los “púngidos” y nosotros los humanos estamos encuadrados en la de los “homínidos”, de los cuales somos sus últimos representantes, pero desde muy pequeños nos han inculcado que nosotros los humanos estamos estrechamente relacionados con todos los tipos de primates a pesar de existir numerosas diferencias.

 Como decía al principio, cuando en 1.859 Charles Darwin dio a conocer su “Teoría de la Evolución” en la que explicaba el origen y la evolución de las especies, no pudo aportar en ningún momento ninguna prueba de dicha evolución dentro de la especie humana. Mucho ha llovido desde entonces y hasta el momento ningún antropólogo evolucionista, es decir, partidario de la teoría de la evolución expuesta por Darwin, ha podido  aportar ni un solo fósil  que probara la existencia de un eslabón perdido entre los supuestos antecesores del hombre y el actual ser humano conocido como “Homo Sapiens”.

 Y ellos mismos lo saben perfectamente, como es el caso del profesor John Gliedman, que asegura: “…no hay ninguna evidencia fósil o física que conecte al hombre directamente con el mono…”. Es más, el anatomista británico Lord Zolly Zuckerman nos dice: “…no hay nada de ciencia en la búsqueda de los antecesores del hombre…”. Otro eminente hombre de ciencia como D.J.Futuyma admite: “...los científicos son tan humanos como cualquiera, por lo tanto la literatura sobre estos temas sufre de una profusión de declaraciones no respaldadas por la evidencia y de presupuestos no enunciados y mayormente no probados. Los cánones del origen científico a menudo no se aplican para nada a las preguntas profundamente importantes de la biología humana…”.

 Pero… ¿qué diferencias tan abismales son las que llevan a los propios científicos a hacer estas declaraciones acerca de nuestra relación con nuestros “primos” los monos? Antes de establecer algunas de las diferencias existentes tengamos en cuenta las afirmaciones del famoso biólogo Thomas Huxley  quien en su momento afirmó: “...los grandes cambios en las especies se producen a lo largo de decenas de millones de años, a la vez que los realmente importantes necesitan unos cien millones de años…”.

 Recordemos ahora que hace aproximadamente unos veinte millones de años vivió en África Oriental uno de los primeros candidatos a establecer línea directa con nuestros antecesores, estamos hablando del “procónsul”. El “australopithecus afarensis” vivió hace entre 3,6 y 3,2 millones de años. El “australopithecus ramidus” tiene unos 4,4 millones de años. El “australopithecus anamensis” ronda los 4 millones de años. El “robustus” correteaba por nuestro mundo hace unos 1,8 millones de años. El “africanus” hace unos 2,5 millones de años. El “australopithecus avanzado” hace unos 2 millones de años. El “homo erectus” unos 1,5 millones de años… etc, etc.

 ¿Cómo es posible en tan poco periodo de tiempo un cambio radical entre ellos y nosotros? ¿Dónde están las decenas y decenas de millones de años necesarias para la evolución del ser humano como teoriza Thomas Huxley e incluso el propio Charles Darwin? No le demos muchas vueltas a la cabeza, no hay respuesta, y más si lo hacemos con un criterio evolucionista.

 Veamos ahora algunas de esas diferencias:

 La principal de todas ellas es que el ser humano tiene 46 cromosomas frente a los 48 de nuestros parientes los monos. La teoría de la selección natural no ha podido probar cómo se produjo la fusión de dos cromosomas, por lo que sólo existen teorías, pero repetimos que no está probado. Se suele recurrir con “afirmaciones trampa” como que entre el hombre y un chimpancé, por poner un ejemplo, solo hay un 2% de diferencia en el ADN, pero sin embargo con esta afirmación se suele olvidar que sólo un 1% de los tres mil millones de pares base del genoma humano representan treinta millones de pares base totalmente diferentes.

Entrando ya en más detalles observemos la piel del ser humano. Inicialmente no está adaptada para soportar la radiación solar, si exceptuamos en menor medida a la raza negra, teniendo en cualquier caso que protegerse de la exposición solar cubriéndose con ropas o refugiándose en zonas de sombra. Los primates al contrario que los humanos no han perdido el pelo corporal, lo cual les proporciona una eficaz protección. Es curioso destacar que el pelo en la cabeza de los primates crece hasta alcanzar una cierta longitud, deteniéndose  posteriormente, lo mismo que las uñas de manos y pies. Todo lo contrario ocurre con los seres humanos que tienen que recortar periódicamente pelo y uñas sino quieren alcanzar enormes proporciones.

La capa de grasa inferior de nuestra piel es diez veces superior a la de los monos, lo que impide una peor recuperación  en cortes y heridas. Morfológicamente los cráneos son muy distintos, pues su diseño y ensamblaje los hace diferentes, como lo es también la posición de la laringe, mucho más baja en el ser humano, al igual que la epiglotis que no puede alcanzar el paladar, impidiéndonos respirar y tragar a la vez de modo simultáneo, corriendo el riego de asfixiarnos.

A nivel sexual, las hembras de los primates tienen como la mayoría de los animales unos ciclos de celo muy definidos, en lo que exclusivamente se muestran receptivas sexualmente. Por el contrario, la hembra humana, a pesar de tener un ciclo biológico similar en el cual sólo puede concebir durante unos pocos días al mes, no limita su receptividad sexual, algo extraño que no puede explicar la selección natural. Tampoco tiene lógica el tamaño del pene humano, mucho mayor proporcionalmente que el de sus parientes los simios, que junto a un ángulo vaginal  diferente de la hembra humana facilita la cópula cara a cara. Incluso la propia duración de la cópula y el orgasmo son un contrasentido evolutivo, como lo es también la falta de un hueso en el pene humano en contraste con otros mamíferos que les permite copular rápidamente y así no exponerse a peligros en un entrono hostil.

Para finalizar no deja de ser igualmente curioso observar nuestros hábitos alimenticios. Mientras que la inmensa mayoría de los animales tragan los alimentos al instante, los humanos nos permitimos el lujo de masticarlos durante varios segundos, y otros tantos más en transportarlos de la boca al estómago. Y no menos curioso es el observar cómo las crías del ser humano son las más desvalidas que existen en el momento del nacimiento, dependiendo en un 100% de sus padres. Basta ver a las crías de otras especies, que en escasos minutos ya pueden incorporarse del suelo y en pocas semanas llevar su vida independientemente para preguntarnos dónde se supone que tuvo lugar una evolución larga y pacífica que permitiese al “homo sapiens” encajar en el actual esquema de los reyes de la evolución en un periodo tan apresurado de tiempo como quieren hacernos creer los evolucionistas.

Así podríamos estar una hora tras otra, línea tras línea y párrafo tras párrafo, y no llegaríamos a nada que nos indicase una clara señal a la cual aferrarnos para empezar ni tan siquiera a descubrir cuál pudo ser el origen de la inteligencia humana. Una inteligencia que para el propio Darwin siempre estuvo sustancialmente relacionada, y este es un dato muy importante, con la evolución del cuerpo, y por tanto, en un proceso lento y continuo, un avance a base de pequeños pasos y mucho tiempo, que se contradice con el aumento de la noche a la mañana en un 50% de la capacidad cerebral del “homo erectus” que citábamos anteriormente.

Por el contrario, el otro gran evolucionista contemporáneo de Charles Darwin, y nos referimos a Alfred Russell Wallace, consideraba que en ningún caso podía aceptarse que las facultades intelectuales y morales del hombre fueran producto de la evolución, es decir, el haber obtenido el grado de “seres humanos” poco a poco. El creía en un único y gran salto cualitativo, en algo sobrenatural. Mayoritariamente se impuso la teoría de Darwin, si bien ni uno ni otro, así como sus herederos intelectuales, han sabido dar las respuestas a las incógnitas planteadas, como en este caso sobre los orígenes de la inteligencia humana, donde la línea aceptada de descendencia del “homo erectus” es tan solo un modelo posible, pero nunca jamás una prueba clara y precisa.

Guste o no a los darwinistas, la selección natural que ellos defienden contraviene la primera regla de la ciencia moderna conocida como la “Teoría del Reduccionismo”, que explica que todo en la Naturaleza puede circunstancialmente ser descrito en términos científicos verificables, por lo que inherentemente, no hay hechos desconocidos. Que nosotros sepamos, no hay ninguna evidencia fósil o física que conecte al hombre con el mono. Los propios paleoantropólogos han equiparado la tarea de seguir el rastro fósil humano a la de tratar de reconstruir toda la trama de "Guerra y paz" a partir de trece páginas elegidas al azar.

"El azar es una palabra vacía de sentido, nada puede existir sin causa." (Voltaire).

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