¿Por qué hay regularidades universales, matemáticamente precisas, que están entrelazadas unas con otras? ¿Cómo es que la naturaleza viene empaqueta de esta manera tan singular?
Se supone que cuando las primeras civilizaciones humanas empezaron a preguntarse acerca de los fenómenos naturales que ocurrían a su alrededor, la imagen que tenían del mundo era bastante diferente de la que poseemos hoy. Se cree que pronto se darían cuenta de que algunos acontecimientos se repetían con una regularidad muy precisa. Así, días, estaciones, años, fases lunares y movimientos de las estrellas les resultarían útiles para calcular el tiempo. Sin embargo, otros eventos naturales podían ser arbitrarios o aleatorios como las tormentas, los relámpagos, las erupciones volcánicas o los temblores de tierra. ¿Cómo podían explicar semejante aspecto ambivalente del mundo natural?
Es fácil entender que aquellos
comportamientos regulares que les permitían predecir el futuro, fuesen
considerados como benevolentes y les inspirasen un aspecto bondadoso de
la naturaleza, mientras que los fenómenos violentos e inesperados se
entendieran como la otra cara airada, agresiva o caprichosa del
mundo. En este contexto antiguo de intentar reflejar características
humanas en los fenómenos del medio ambiente natural, nacería seguramente
la astrología. La creencia de que los astros formaban un único sistema
con los mortales y que, por tanto, cualquier cambio en éstos debería
tener repercusiones sobre la vida de los hombres. Algo que supuestamente
podía ser empleado para predecir el futuro de la humanidad.
En ciertas sociedades florecieron los
animismos que interpretaron estos diferentes comportamientos de la
naturaleza como si se tratasen de auténticas personalidades. Cada
fenómeno poseería así su particular espíritu: el del bosque, el río, la
lluvia, el fuego o el jaguar. Otras culturas algo más complejas
desarrollaron toda una jerarquía de dioses, que reflejaban las virtudes y
defectos humanos, para representar el Sol, la Luna, los planetas y
hasta la propia Tierra. Esto condujo a la despiadada práctica de los
sacrificios de personas, realizados con la intención de apaciguar la ira
de los dioses y pedirles lluvia, fertilidad o buenas cosechas. La
Biblia muestra las dificultades de un pueblo monoteísta, como el de
Israel, por abrirse camino en medio de culturas politeístas que asumían
tales costumbres.
Según los historiadores, con los
asentamientos urbanos, la vida en sociedad y la aparición de los estados
naturales surgió la necesidad de crear estrictos códigos de leyes que
regularan la conducta humana. Incluso las divinidades tenían que estar
sometidas a las leyes, en función de cada jerarquía, y éstas debían
tener también su reflejo en la sociedad humana. Eran los sacerdotes,
intermediarios entre dioses y hombres, los encargados de revelar la
voluntad divina así como de refrendar sus disposiciones. Pero fue
precisamente en el seno de una civilización antigua como la griega, que
poseía la convicción de que el universo estaba regido por leyes
naturales, donde surgió la novedosa idea de que los fenómenos ocurrían
independientemente del estado de ánimo de los dioses. Poco a poco, a
medida que fue fortaleciéndose la idea de que el cosmos se desenvolvía
según un conjunto de principios fijos e inviolables, el dominio de
espíritus y dioses de la naturaleza fue erosionándose a la vez que se
descubrían nuevas leyes.
Los trabajos de Galileo Galilei, Johannes
Kepler, Isaac Newton y otros investigadores fueron decisivos para
reforzar el papel de las leyes físicas. Se entendió que detrás de los
fenómenos aparentemente complejos había casi siempre una norma simple
que podía ser estudiada y comprendida por el ser humano. Tal creencia en
la simplicidad fundamental de la aparente complejidad que muestra el
universo, así como en la posibilidad de ser entendida por la razón
humana, ha sido la fuerza impulsora de la investigación científica
moderna.
Galileo, por ejemplo, estudiando la caída
libre de los cuerpos, se dio cuenta de que a pesar de ser un fenómeno
complejo que dependía de múltiples factores, tales como el peso, la
masa, la forma del objeto, el movimiento, la velocidad del viento, la
densidad del aire, etc., en el fondo, todo esto eran solamente
incidentes de una ley muy simple. Se trataba de la ley fundamental de la
caída de los cuerpos. Es decir, el tiempo que tarda un objeto
cualquiera en caer desde una determinada altura es exactamente
proporcional a la raíz cuadrada de dicha altura. La idea de ley se había
revestido con lenguaje matemático. La antigua creencia en un espíritu
que se dedicaba exclusivamente a controlar la caída de los cuerpos sería
sustituida pronto por las fórmulas físicas demostrables. Había nacido
la ciencia. Se trataba de la Revolución científica del siglo XVI. El
comportamiento futuro del mundo, así como su pasado, se podían conocer o
predecir por medio de precisas leyes matemáticas.
A mediados del siglo XVII, Newton fue aún
más lejos que Galileo al elaborar un sistema global de mecánica que
determinaba todo tipo de movimientos. Se aventuró a decir que el Sol y
los demás cuerpos del universo experimentan una fuerza gravitatoria
entre ellos que disminuye con la distancia según otra ley matemática
exacta y sencilla. Se trataba de la famosa ley de la gravitación
universal. Al matematizar la gravedad, Newton pudo empezar a predecir el
comportamiento de los planetas y esto fue uno de los grandes triunfos
de la ciencia moderna. El descubrimiento de otra ley fundamental del
universo. Quizás esta revolución científica explicaría en parte la
diferencia sociológica existente entre el mundo moderno, caracterizado
sobre todo por la idea de progreso, avance y cambio permanente, frente
al mundo premoderno más estático y preocupado ante todo por mantener sus
costumbres o su inmovilidad cultural. De cualquier manera, la sociedad
se volvió dinámica y empezó a pretender el control sobre la naturaleza
por medio de la nueva mecánica.
Aquella antigua concepción del mundo,
como si fuera una comunidad de espíritus o temperamentos variables que
existían en equilibrio manifestando eventualmente sus caprichosos
estados de ánimo, dejaría paso a la visión inanimada de un universo
mecánico y rígido que funcionaba impasiblemente como un reloj de cuerda
sometido a leyes predeterminadas. Aunque se tratase de un avance en la
comprensión del cosmos, tal concepción mecanicista resultaba un tanto
deprimente. Un mecanismo de relojería condicionado por rígidas leyes
puede funcionar con exactitud, pero lamentablemente elimina la
posibilidad del libre albedrío. Si el mundo está absolutamente
predeterminado por sus leyes inexorables, ¿está también el futuro del
hombre determinado de antemano hasta en sus últimos detalles? ¿Son
nuestras decisiones, aparentemente libres, el resultado de una maraña de
fuerzas naturales totalmente controladas desde el principio? También la
concepción de un Dios que se inmiscuía en los asuntos humanos
supervisándolo todo, desde las fases lunares hasta las enfermedades y la
concepción de los bebés, fue cambiada por otra idea de Dios como
creador del cosmos, pero que sólo intervenía observando el mundo y
viendo cómo éste evolucionaba según las leyes exactas impuestas desde el
principio.
La ciencia actual ha descubierto, después
de la teoría cuántica, que las leyes de Newton fallan cuando se aplican
estrictamente a los átomos. El ordenado determinismo del mundo
macroscópico, al que estamos acostumbrados en nuestra experiencia
cotidiana, se derrumba ante el aparente caos que subyace en el interior
del átomo. Y, a pesar de todo, este caos subatómico puede dar lugar a
alguna clase de orden. La anarquía de las partículas que componen la
estructura atómica vuelve a ser coherente, en cierta medida, con las
leyes newtonianas.
El universo, después de todo, no es un
simple mecanismo de relojería cuyo futuro está absolutamente
determinado. Hay lugar para las leyes inexorables pero también para el
azar. La incertidumbre es otra propiedad inherente de la materia. Y,
aunque esto no le gustara mucho a Einstein y dijera aquello de que “Dios
no juega a los dados”, lo cierto es que el Creador no sólo diseñó leyes
matemáticas sino también la libertad indeterminista.
En resumen, ¿quién escribió las leyes de
la naturaleza que se han venido descubriendo desde Newton hasta las del
caos? ¿Por qué hay regularidades universales, matemáticamente precisas,
que están entrelazadas unas con otras? ¿Cómo es que la naturaleza viene
empaqueta de esta manera tan singular? Los científicos ateos dicen que
las leyes existen porque sí y que el universo carece de sentido.
No obstante, grandes genios de la ciencia a
lo largo de la historia no han estado de acuerdo con semejante
respuesta. Desde Newton hasta Einstein, pasando por Werner Heisenberg,
Erwin Schrödinger, Max Planck, Paul Dirac, Paul Davies, John Barrow,
John Polkinghorne, Freeman Dyson, Francis Collins, Owen Gingerich, Roger
Penrose y otros muchos, han creído que existía otra alternativa. Sus
respuestas apuntan generalmente hacia la mente del Dios creador. Incluso
el físico agnóstico, Stephen Hawking, heredero de la cátedra de Newton
en la Universidad de Cambridge, no tuvo más remedio que terminar su
libro, Historia del tiempo, con estas palabras: “Si encontramos una
respuesta a esto, (una teoría completa acerca del tiempo) sería el
triunfo definitivo de la razón humana, porque entonces conoceríamos el
pensamiento de Dios.” [1] Pues bien,nosotros creemos también que el
universo existe porque el pensamiento de Dios lo creó. Las leyes
universales demandan la existencia del supremo Legislador cósmico.Y,
como bien dice Antony Flew: “Las leyes de la naturaleza suponen un
problema para los ateos porque son una voz de la racionalidad escuchada a
través de los mecanismos de la materia”.[2]
[1] Hawkin, S. W., 1988, Historia del tiempo, Crítica, Barcelona, p. 224.
[2] Flew, A., 2012, Dios existe, Trotta, Madrid, p. 101.
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